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En pleno corazón del municipio Alberto Adriani, en el estado Mérida, descansa una vieja locomotora negra que parece detenida en el tiempo, pero que sigue avanzando en la memoria colectiva de los vigienses. No pita, no echa humo, no arrastra vagones… pero sigue cargando historias. Está allí, en la Plaza del Ferrocarril, como un testigo silencioso del nacimiento de una ciudad y de los tiempos en que el progreso llegaba sobre rieles.

Este tren no es una escultura decorativa ni una pieza colocada al azar. Representa el punto de partida de El Vigía como eje de conexión entre los Andes y el Sur del Lago de Maracaibo. Su historia remonta a finales del siglo XIX, cuando el entonces presidente Antonio Guzmán Blanco impulsó el desarrollo ferroviario en Venezuela. Fue así como se inició la construcción del ferrocarril Santa Bárbara–El Vigía, cuyo tramo más simbólico se culminó en 1892. Ese año marcó el inicio de la transformación de una aldea rural en una población con vocación comercial, moderna y estratégica.

Durante décadas, el tren fue mucho más que un medio de transporte. Transportaba café, ganado, madera y sueños. Conectaba los pueblos de la zona baja de Mérida con los mercados de mayor alcance y acercaba a las familias, las ideas y las mercancías. Sin embargo, no todo fue continuidad. En 1895, una fuerte crecida del río Chama afectó seriamente el trazado de la vía, obligando a una empresa francesa a abandonar las labores en 1899. El proyecto quedó inconcluso y el tren en silencio, hasta que en 1919 se reactivó el servicio con el arribo de una locomotora de carga, hecho que fue anunciado por telegrama con júbilo en todo el pueblo. A partir de allí, la vida en El Vigía cambió para siempre.

La gente recuerda ese tren como símbolo de empuje. Aunque dejó de operar definitivamente en 1952 —cuando la modernización vial trajo consigo el auge de la carretera Panamericana y el puente sobre el río Chama—, nadie quiso que esa locomotora desapareciera. Fue conservada como parte del patrimonio local y colocada en lo que hoy se conoce como la Plaza del Ferrocarril. Allí, bajo la sombra de los árboles y frente a la transitada avenida Bolívar, se mantiene como un monumento vivo. No hay quien pase por allí y no la mire con respeto, como se mira a un abuelo que ya no trabaja, pero cuya experiencia sostiene la historia de la familia.

Con los años, la plaza donde reposa el tren se convirtió en epicentro de actos cívicos, ceremonias patrias y eventos culturales. En 2015, por ejemplo, se celebraron los 123 años de la llegada del tren a El Vigía con una misa y una ofrenda floral. Niños, docentes, autoridades y vecinos se reunieron alrededor de esa locomotora para agradecerle su servicio y, sobre todo, lo que simboliza: el impulso de un pueblo por salir adelante.

Y es que no se trata solo de un objeto. El tren es memoria, es relato, es identidad. Cronistas de la región como Pedro Sosa han documentado cómo este ferrocarril moldeó no solo la economía local, sino también el carácter de una comunidad que aprendió a avanzar pese a los obstáculos. “Ese tren nos recuerda de dónde venimos y hasta dónde podemos llegar”, expresó un vecino durante uno de los actos conmemorativos recientes.

Hoy en día, hay propuestas para restaurar la plaza, instalar placas informativas y desarrollar rutas turísticas guiadas que incluyan este monumento como parada central. Se habla incluso de un museo al aire libre que explique el contexto histórico del tren, la evolución del transporte en la zona y el papel de El Vigía como cruce de caminos. Todo esto, con la locomotora como faro emocional, como punto de partida de una narrativa que sigue escribiéndose.

En un país donde muchos monumentos caen en el olvido, el tren de El Vigía se mantiene firme, no por casualidad, sino por decisión de quienes entienden que preservar la historia es también una forma de construir el futuro. No se mueve, pero nos sigue llevando lejos.LisandroRamirezSegura/Pasante UNICA.

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